La niebla

Asier Susaeta

Al principio la nada lo cubre todo, imponente, y solo recula por el avance de mis mentiras, certezas e historias inventadas. Siempre me rodea por los cuatro márgenes aunque deja abierta la senda de la retirada con cierto desdén; basta con borrar los pasos, enarbolar la bandera blanca si la victoria no está a mi alcance. Otras veces, pocas, mi ejército de letras consigue atravesar esta niebla y llega hasta un blog, o incluso a ser acariciado por el dulce murmullo de una imprenta, sin saber a ciencia cierta si se trata de otra derrota disfrazada de gloria efímera. Solo tú decidirás si lo es, si volverás a leerme.

El décimo esquivo

Araceli Suárez

Jacinto solo compraba y, siempre al azar, billetes de lotería terminados en números impares, pero no pudo evitar quedarse con aquel 00342 porque coincidía con el número de matrícula del primer coche que tuvo. Iba tan ensimismado pensando en si había acertado poniendo un empate o un dos al partido del Betis-Valencia en la quiniela que acababa de sellar, que no se dio cuenta que, al sacar la cartera para pagar el parking, el décimo cayó al suelo y quedó camuflado entre los folletos que anunciaban descuentos increíbles en una nueva tienda de electrodomésticos.

El barrendero senegalés que tenía asignada esa zona del centro comercial lo encontró al día siguiente y, como en su vida tampoco había tenido tantos motivos para creer en la suerte, lo canjeó en el locutorio del barrio donde vivía, por una llamada a su pueblo esa misma noche.

El dueño del locutorio, un venezolano desconfiado que normalmente no fiaba llamadas, aceptó el décimo en pago, no fuera que el destino se manifestara aquel 22 de diciembre y él no estuviera allí para recibirlo debidamente. Como ya llegaba tarde a la partida de póker de los viernes, no se esmeró en guardarlo mejor y lo dejó encima de la atiborrada mesa del cubículo que tenía por despacho, donde su esbirro de mayor confianza aprovechaba para consumar los rápidos y pocos frecuentes encuentros que la exuberante Yanelis tenía a bien concederle. De tanta efusividad resultó que el décimo aterrizó entre los restos de un MacMenú que ya empezaba a oler mal y que Sylvina, la ucraniana que, tanto cuidaba a la madre del jefe como limpiaba el locutorio, los arrojó sin miramientos en una bolsa de basura con el mismo asco que le producía normalmente el jefe cuando se veía compelida a hacer para él cosas distintas a esas dos.

El contenedor de basura fue izado con tanta fuerza por los dos trabajadores de la limpieza, que varias bolsas se rompieron, haciendo que uno de ellos maldijera con la misma intensidad que al árbitro que pitó un penalti en contra en el partido de del domingo y con la misma ceguera de entonces, que no vio, tampoco, un décimo de lotería que quedó prácticamente delante de sus narices. Dando un sonoro golpe en el lateral de la carrocería a modo de aviso al chofer para que arrancara, siguieron hablando del partido como si les fuera la vida en ello.

El viejo Eladio siempre había estado entre basuras. De niño, recorriendo los basureros y barrancos en busca de latón y si había suerte, aluminio; después como barrendero en el ayuntamiento de su pueblo y, finalmente, en el vertedero comarcal. Por sus manos pasaron los testigos materiales del cambio de la sociedad y de la vida misma durante todos esos años y un olor denso se fue impregnando en su cuerpo para siempre. Había encontrado joyas, móviles, carteras con dinero, zapatos y ropa en sus cajas sin estrenar, libros y hasta una mano amputada, la cual perteneció a un desgraciado que se pasó de listo con un camello de la zona del puerto. Ahora el proceso era automatizado: la basura le iba llegando en una cinta transportadora y él iba separando el plástico, el metal, los residuos orgánicos y el papel.

Lo que le llamó la atención del décimo que venía pegado a la tapa de un yogurt, fue el repetitivo y solemne motivo que los ilustraba cada año: una anunciación, un cuadro de santos o un portal de Belén. – Vale que es Navidad pero, joder, que estamos en un estado laico -, no pudo evitar pensar y lo cogió casi por inercia, sin más expectativa, ni pensando en la suerte, ni siquiera en el dinero que podría ganar, porque, a lo largo de los años había comprobado que, prácticamente todo lo que había ido necesitando, había estado siempre al alcance de su mano. Solo había que mirar con detenimiento, agacharse con dignidad y sin prejuicios, pero, sobre todo, sobre todo, había que querer encontrar algo.

De vuelta

Patri Arsuaga

Te sientes al borde del precipicio. Sabes que si te mueves solo un poquito todo se irá al garete y contienes la respiración, porque si el aire entra hará que hasta lo que creías controlado en ese momento, se tambalee. Pero no te puedes quedar sin respirar. Puedes morir si no lo haces y te toca arriesgarte y ganar o arriesgarte y perder. Hagas lo que hagas, siempre caes al vacío.

Es lo que conlleva lo nuevo, lo desconocido, o hasta lo conocido que se te había olvidado, que habías dejado atrás, y que, por un rato, cambiaste por risas de todos los colores que se puedan imaginar, paisajes que nunca habías visto antes o atardeceres infinitos. En esas estaba Marta cuando sonó el teléfono.

Era una melodía amiga. Eligió esa canción como tono del móvil porque le hacía sonreír. “¿Cómo estás, cariño? ¿Tienes algo que hacer mañana?”. Era alguien que la escuchaba y que a veces, incluso, le daba consuelo sin pedirlo. Alguien que siempre iba a estar, pasara lo que pasara, porque era un pedacito de ella. “Sí, vámonos a la playa, Mami, a comernos unos chocos y a que nos dé el viento en la cara, aunque sea con la chaqueta vaquera.”

El presagio

Araceli Suárez

No podía ser un buen presagio empezar el día chocando contra un coche fúnebre. En realidad el día ya había empezado mal para Julia en el momento que se dio cuenta que había cerrado la puerta de su casa dejando las llaves por dentro. No solo porque le molestaba, y mucho, los 120 euros que le cobraría el cerrajero, otra vez, sino porque ese día tenía previsto regresar tarde de las habituales copas y tapas de los jueves después del trabajo. Esperaba que hoy sí, se apuntara Marco, el nuevo jefe de departamento, altivo, inaccesible y misterioso como solo los que se saben atractivos, pueden serlo. La última vez que lo vio, hacía dos días, había intentado cruzar algunas palabras más que las meras de cortesía en el office. No logró sacarle más de cuatro chorradas sobre su vida privada pese a que se había entregado a ese objetivo con la misma precisión e intensidad con la que se sumergía entre balances y anotaciones contables hasta encontrar el más mínimo descuadre.

Fue ese sonido inequívoco después de un choque, y que nos pone en alerta por pequeño que sea, lo que la devolvió a la realidad. No es que nunca le hubiera pasado, pero contra un coche fúnebre….uf… qué yuyu. Encima, con el impacto, se abrió con toda naturalidad la puerta de atrás, mostrando el ataúd en toda su dimensión. La única corona que parecía acompañarlo tenía una cinta negra que, en letras doradas, decía “Púdrete en el infierno. Carolyn” y fue a parar sobre el capó del coche de Julia.

Ella iba procesando toda esa información auditiva y visual a cámara lenta aunque todas sus alarmas ancestrales ante el peligro y la muerte habían saltado ya. No se le ocurrió mejor protección que persignarse pero no se dio cuenta que lo hizo en el sentido equivocado, de derecha a izquierda. Más que nada fue un gesto instintivo, que tenía menos que ver con un rito religioso o de respeto, que con el hecho de que quien recibía una despedida así, merecida o no, daba tanto miedo vivo como muerto.

El conductor del coche bajó precipitadamente. Tanto, que olvidó parar la radio y un merengue dominicano famoso en los años 80 llenaba el momento con acordes estridentes de trompetas y timbales que añadían, si cabe, un toque aún más surrealista a la situación. Con ese punto machista de los que creen firmemente que ninguna mujer saber conducir, se dirigió a Julia molesto por si se había roto la puerta y le pidió, sin preguntar si ella estaba bien, los papeles del seguro, que aunque su cliente no, él sí que tenía mucha prisa – dijo sin maldita gracia.

Sin darle más margen a Julia, cogió la corona que había quedado sobre el capó como la guinda de un pastel y una vez más, no pudo evitar pensar lo que pensó cuando llegó a la morgue: no le extrañó que hubiera una sola corona ni la dedicatoria, cosas más estrambóticas había visto; pero sí que le extrañó que ya estuviera allí. Normalmente van llegando al velatorio una vez instalada la capilla ardiente. Parecía que alguien tenía prisa en desear que el futuro  del cadáver fuera tan ardiente.

La conmoción inicial no fue impedimento para que Julia con sorna, le pidiera, mientras se los daba, que tuviera la delicadeza de parar la radio. No fue necesario porque con la misma agilidad que se requiere para bailar música latina, el conductor del coche fúnebre, cogió los datos, soltó la corona dentro y cerró la puerta, que, milagrosamente, no estaba dañada. Simplemente, debió estar mal cerrada y el impacto la hizo levantar.

Julia llegó al trabajo media hora más tarde, más emocionada por contarles a todos su aventura que afectada (nunca había oportunidad pequeña de ser el centro de atención). Pero las caras y los susurros que encontró indicaban que algo había pasado. ¿Cómo? ¿No te has enterado? Ha muerto Marco, el nuevo jefe de administración. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Casi pregunta que por qué, pero se contuvo.

Nadie sabía a ciencia cierta qué había pasado. Sólo rumores. Nadie lo conocía lo suficientemente. Alguien se atrevió a decir que había oído que tenía fama de mujeriego. Y quién no con esa planta, dijo otro.

Tras un rato de toda clase de exclamaciones de incredulidad, alguien comentó que deberían mandar una corona de parte de los compañeros de trabajo. Y si el día había empezado con ese impacto para Julia, nada comparable al que se llevó cuando, después del trabajo, se acercaron al velatorio y pudo comprobar que junto a la susodicha, había otra corona que decretaba con total impunidad “Púdrete en el infierno. Carolyn”.

La alfombra del baño

Yolanda Valdeolmillos

No soy normal. Cuando era pequeño, mi madre se lo dijo a las vecinas. Yo estaba detrás de los visillos y, desde el recibidor,  me llegó un fuerte olor a perfume, de ese que  entra por la nariz y va directo a encallarse en los ojos. Y un montón de señoras se esparcieron  por la salita  como gallinas en el corral y se sentaron en los sillones, presididas por mi madre, que llevaba una bandeja con tazas y pastas.

¿Qué tal está Juanillo?, ¿sigue con lo de…?

Sí… contestó mi madre clavando la vista en su taza, arañando con las uñas postizas la porcelana—. Ya sabéis que es un niño especial, es diferente, es un poco…raro.

El olor a café recién hecho siempre me ha resultado repugnante. Es un olor tan denso que parece que mancha según pasa. Y las pastas de mantequilla…Bueno, no recuerdo haber sido nunca capaz tragarme esa masa grumosa que me forman en la boca.

Ya verás como tiene solución, ¿lo habéis consultado con algún especialista?

dijo mi madre tras un suspiro —, y parece que no existe uno lo bastante bueno.

¡Eso es imposible, mujer! Te voy a dar el número de un psiquiatra fantástico. No es que nosotros lo hayamos necesitado… pero ayudó mucho a una prima  mía. Y esa sí que estaba pero bien loca.

El olor a perfume me escocía en los lacrimales y apenas podía concentrarme en tirar de un hilo suelto que  luchaba por seguir encaramado a las cortinas. Después del desconchado de la pared, ese hilo había sido mi objetivo durante horas.

Bueno, por probarlo no perdemos nada  contestó mi madre estirando la mano para coger el papel con el número de mi nuevo especialista—. La verdad es que estamos desesperados. Antes de ayer  le pillé con la alfombra del cuarto de baño…

¡No puede ser!  dijo una vecina tapándose la boca con la mano—. ¡Eso tiene muchísimos ácaros!

¡La alfombra del baño!! ¡Qué buen recuerdo! Jamás he vuelto a probar otra igual que esa. Era deliciosa. Tenía la mezcla exacta de pelusas y polvo, crujiente pero al mismo tiempo suave, espesa y con un regusto amargo que me dejaba la lengua áspera durante horas. El hilo de las cortinas, sin embargo, fue un bocado breve y decepcionante. Tanto tiempo intentando conseguirlo para que luego ni siquiera me rascase un poco la garganta. Pero pensé que tal vez el problema residía en la cantidad y no en la calidad. Así que, empezando por la punta izquierda, más grisácea y mejor aderezada, me metí un puñado de cortina en la boca y empecé a masticarlo sonoramente.

¡El niño está aquí!  gritó de pronto una señora, sobresaltándome. Y un revuelo de murmullos se apoderó de la habitación.

¡Se está comiendo las cortinas! gritó otra. Y su dedo rígido  me señaló mientras tiraba de un nuevo hilo con los dientes.

¡Juan!  mi madre se levantó tan rápido del sofá que la taza se le resbaló de las manos—. ¡Deja eso! ¡Te he dicho mil veces que no se come!

Terminé de tragarme el hilo. Y mientras mi madre se acercaba, abriéndose paso entre murmullos y dedos delatores, yo sólo podía pensar en lo apetitoso de aquellos trozos de porcelana rota sobre el suelo.

Destino

Patri Arsuaga

Ya casi ni recuerdo cuando empecé a planear este viaje. Sólo quería buscar lo que nunca encontré. Quería también tener coraje de entender lo que pudo ser y no fue. Me acordé de todos los cuentos que estuve escribiendo por cada vez que el tren se me escapó, de mi soledad, de cómo me gritaba tienes que aprender. Hasta el silencio me recordaba a ti y me vi escribiendo sueños por volverte a ver, pero lo que pasó, pasó. Y de golpe aparecieron los abrazos que hablan y los momentos que marcan.

La vida estaba llamando y empecé a sentir que el mundo estaba a mis pies y que todo podría ser. Y pedí perdón por las lágrimas que hablaban de mí, incluso por las noches a solas. Decía te quiero porque siempre fue mucho más fácil decirlo que tener que imaginárselo. Tú no tenías porque darme las gracias pero lo hacías y era bonito saber de ti. Saber que cada paso que daba, tú también lo dabas, sin ni siquiera preguntarme. Y es que, aunque hasta el destino tiene miedo de saber dónde irá a parar el tren, un buen día me di cuenta que yo siempre estaría muy cerca de tus pasos, muy cerca y muy callada, para que me fueras contando.

Por eso, te digo que aunque tengas de oferta lo eterno, voy a guardar los momentos de este cuento para que así, cuando se me acabe, me los prestes. Por eso, te dejo ser mi espejo y que seas el primero cada día y que te conviertas en letras de ese libro que alimenta mis sueños. Que no te quepa duda que pienso agarrarme fuerte a este momento, porque, aunque la noche fue gris, siento el abrazo de tu amor sin guantes, siento tu voz, tu andar. Siento que yo estoy hecha de pedacitos de ti.

 

 

Ese perro no es de verdad

Andrea Pazos

Ese perro no es de verdad. Es un señor bajito caminando a cuatro patas dentro de un traje de peluche marrón.

Es evidente, desde donde yo lo veo, que su cuerpo es una carcasa rígida, del material plástico con el que hacen las muñecas.

En la forma de caminar y trotar por el jardín se intuye la torpeza de quien se mueve sobre sus manos y pies. El hombre bajito que va dentro se esfuerza por mantener las rodillas semiflexionadas pero el efecto que logra no es creíble, los cuartos traseros del perro son más altos que los delanteros.

¿Y el pelo del peluche? Es grueso, de color marrón sin reflejos ni jaspeado de otra tonalidad. Los pelos muy rizados repartidos uniformemente por todo el cuerpo, incluso por las orejas, que por cierto, no se mueven cuando salta.

El hombre más alto que camina al lado, vestido éste sí, de humano, anima al perro a correr lejos de él sin tan siquiera lanzarle un palo o una pelota de goma. No le acaricia el lomo ni lo llama cuando se aleja. Me pregunto si se avergüenza de sacar a pasear a otro señor. Y me pregunto también qué clase de vínculo les une. Tal vez sea el amor más incondicional que haya visto nunca.

Treinta, veintinueve, veintiocho…

Reyes Velayos

Como cada tarde, Reveca cuenta los treinta escalones que baja hasta el portal. Veintisiete, veinticinco, si solo piso los impares, me llamará. Doce, diez, ocho, si solo piso los pares, vendrá a buscarme. Y si piso el cuatro, el tres y el uno, seguro que me invita a cenar. Y así, casi sin darse cuenta, vuelve a pisar el dos, el escalón número dos que cruje, chirría, se encoge y parece incluso que se ríe de ella, mientras le susurra que ya no va a volver.

El monstruito exquisito: parte 7

Araceli Suárez

Pero no llegó al lago. Una piedra más pequeña fue suficiente para hacerle tropezar, añadiendo a lesiones y heridas varias, un tobillo torcido, el de la pierna buena. Con la misma naturalidad que maldijo a Marco, agradeció a Dios la que estaba cayendo para que borrara las huellas. Tampoco hubiese servido de mucho. Como si Marco no lo fuera a encontrar igual ya que ni el bosque, ni el lago, ni la oscuridad eran un impedimento.

Puedo matarlo, puedo matarlo, debo matarlo – se repetía. Voy a volver – decidió con firmeza. Por supuesto que en condiciones de igualdad, para Marco sería más fácil matar, pero tener un arma y saber usarla, era una ventaja.

El tiempo transcurría despacio, su corazón no se apaciguaba y el cansancio minaba. Y los años se dijo, y el corazón roto, reconoció. Se lo advirtieron hace tiempo: algún día olvidará quien eres. Nunca le perteneció, admitió cogiendo una bocanada de aire para evitar una lágrima. Lo que una vez los había unido, se había roto en mil pedazos ese día.

Volvió, renqueante, sobre sus pasos para acabar de una vez con Marco. Con la pistola firmemente agarrada y los sentidos alerta, caminaba lentamente esperando en cualquier momento su ira otra vez. Creyó escuchar un ruido cerca. Sabía que solo tendría una oportunidad y que tenía que aprovecharla.

De nada le valía el sigilo porque Marco vigilaba agazapado detrás de unos arbustos porque para él sí que era un juego. Esperó a que pasara cerca y de un salto se quedó justo delante e hizo lo de siempre: abalanzarse encima y, juguetón, comenzar a lamerle la cara, extrañado eso sí, de oler el miedo que desprendía y presentir algo más que un enfado. Un peligro inminente y ancestral, le advirtieron sus genes.

Si hubiera podido razonar, habría entendido por qué intentaba el humano zafarse y por qué no quería jugar. Normal. El solo era un perro, un rottweiler de 120 kilos, para ser exactos, que no recordaba que unas horas antes se volvió loco y atacó a la manada del humano.

Cayeron los dos al suelo y la pistola también. Ambos, por un motivo distinto, trataron de cogerla rápido: uno, porque no se fiaba del animal y el otro, porque estaba acostumbrado, de toda la vida, a traerle cosas a los humanos y que le dieran una galletita de esas tan ricas. Y ese era motivo más que suficiente para que ágil, la cogiera primero. Pero en el impulso de hacerlo, le plantó parte de los 120 kilos encima de la muñeca de la mano izquierda, rompiéndosela de paso. Fue un grito de dolor y de furia lo que hizo que en algún recodo de su instinto, un recuerdo vago de otro grito similar y reciente, lo hiciera quedarse inmóvil pero sintiendo de nuevo una extraña sensación de agresividad y unas inmensas ganas de morder. Y esas ganas hizo que abriera el hocico y que la pistola se cayera y se disparara. El disparo los sobresaltó a los dos pero, o Marco lo oyó primero, por eso del oído fino de los de su especie y fue lo que le dio el impulso de reaccionar antes y apartarse de la trayectoria de la bala; o es que ese era su día de suerte. No supo a donde fue aquella a parar, pero lo cierto es que el humano no se movió más. Marco no sabía relacionar una causa-efecto de tal magnitud pero bastó el olor a sangre fresca para que el último y más visceral de sus instintos se reactivara.