Araceli Suárez
No podía ser un buen presagio empezar el día chocando contra un coche fúnebre. En realidad el día ya había empezado mal para Julia en el momento que se dio cuenta que había cerrado la puerta de su casa dejando las llaves por dentro. No solo porque le molestaba, y mucho, los 120 euros que le cobraría el cerrajero, otra vez, sino porque ese día tenía previsto regresar tarde de las habituales copas y tapas de los jueves después del trabajo. Esperaba que hoy sí, se apuntara Marco, el nuevo jefe de departamento, altivo, inaccesible y misterioso como solo los que se saben atractivos, pueden serlo. La última vez que lo vio, hacía dos días, había intentado cruzar algunas palabras más que las meras de cortesía en el office. No logró sacarle más de cuatro chorradas sobre su vida privada pese a que se había entregado a ese objetivo con la misma precisión e intensidad con la que se sumergía entre balances y anotaciones contables hasta encontrar el más mínimo descuadre.
Fue ese sonido inequívoco después de un choque, y que nos pone en alerta por pequeño que sea, lo que la devolvió a la realidad. No es que nunca le hubiera pasado, pero contra un coche fúnebre….uf… qué yuyu. Encima, con el impacto, se abrió con toda naturalidad la puerta de atrás, mostrando el ataúd en toda su dimensión. La única corona que parecía acompañarlo tenía una cinta negra que, en letras doradas, decía “Púdrete en el infierno. Carolyn” y fue a parar sobre el capó del coche de Julia.
Ella iba procesando toda esa información auditiva y visual a cámara lenta aunque todas sus alarmas ancestrales ante el peligro y la muerte habían saltado ya. No se le ocurrió mejor protección que persignarse pero no se dio cuenta que lo hizo en el sentido equivocado, de derecha a izquierda. Más que nada fue un gesto instintivo, que tenía menos que ver con un rito religioso o de respeto, que con el hecho de que quien recibía una despedida así, merecida o no, daba tanto miedo vivo como muerto.
El conductor del coche bajó precipitadamente. Tanto, que olvidó parar la radio y un merengue dominicano famoso en los años 80 llenaba el momento con acordes estridentes de trompetas y timbales que añadían, si cabe, un toque aún más surrealista a la situación. Con ese punto machista de los que creen firmemente que ninguna mujer saber conducir, se dirigió a Julia molesto por si se había roto la puerta y le pidió, sin preguntar si ella estaba bien, los papeles del seguro, que aunque su cliente no, él sí que tenía mucha prisa – dijo sin maldita gracia.
Sin darle más margen a Julia, cogió la corona que había quedado sobre el capó como la guinda de un pastel y una vez más, no pudo evitar pensar lo que pensó cuando llegó a la morgue: no le extrañó que hubiera una sola corona ni la dedicatoria, cosas más estrambóticas había visto; pero sí que le extrañó que ya estuviera allí. Normalmente van llegando al velatorio una vez instalada la capilla ardiente. Parecía que alguien tenía prisa en desear que el futuro del cadáver fuera tan ardiente.
La conmoción inicial no fue impedimento para que Julia con sorna, le pidiera, mientras se los daba, que tuviera la delicadeza de parar la radio. No fue necesario porque con la misma agilidad que se requiere para bailar música latina, el conductor del coche fúnebre, cogió los datos, soltó la corona dentro y cerró la puerta, que, milagrosamente, no estaba dañada. Simplemente, debió estar mal cerrada y el impacto la hizo levantar.
Julia llegó al trabajo media hora más tarde, más emocionada por contarles a todos su aventura que afectada (nunca había oportunidad pequeña de ser el centro de atención). Pero las caras y los susurros que encontró indicaban que algo había pasado. ¿Cómo? ¿No te has enterado? Ha muerto Marco, el nuevo jefe de administración. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Casi pregunta que por qué, pero se contuvo.
Nadie sabía a ciencia cierta qué había pasado. Sólo rumores. Nadie lo conocía lo suficientemente. Alguien se atrevió a decir que había oído que tenía fama de mujeriego. Y quién no con esa planta, dijo otro.
Tras un rato de toda clase de exclamaciones de incredulidad, alguien comentó que deberían mandar una corona de parte de los compañeros de trabajo. Y si el día había empezado con ese impacto para Julia, nada comparable al que se llevó cuando, después del trabajo, se acercaron al velatorio y pudo comprobar que junto a la susodicha, había otra corona que decretaba con total impunidad “Púdrete en el infierno. Carolyn”.