El estornudo

Araceli Suárez

Un estornudo inoportuno de mi incorregible hermano Marco, que se acercó, sigiloso como siempre por la espalda, sobresaltó a la rebelde Melinda, haciendo que la cajetilla de cigarros que trataba de esconder en su mochila, cayera al suelo. Con un movimiento casi felino, trató de atraparla pero lo que consiguió fue tirar el jarrón con flores del recibidor de la entrada. El estruendo de los cristales hizo que el gato saliera despavorido hacia la cocina y que tropezara con la vieja criada que, con manos temblorosas, sostenía la tetera llena de agua caliente para el té. El pobre menino que no esperaba una ducha escaldada a esas horas, corrió a esconderse tras las cortinas del salón. En su huida desesperada, se llevó por delante la mesita del té, que, al caer, hizo desestabilizar a mamá, que en ese momento llevaba un platito con un trozo de tarta de arándanos y que fue a parar sobre la blusa de seda azul de la tía Magda, quien, como un resorte, soltó la taza que tenía en las manos, la cual, haciendo una perfecta parábola, aterrizó en los pies de la tía Margot, quien chilló, como sólo ella sabe hacerlo y más si cree que uno de sus adorados Manolo’s (ninguna ocasión es pequeña para lucirlos, suele decir), corre algún peligro. Su grito, al más puro estilo Munch hizo que, por un momento, Marco, Melinda, la criada, mamá y tía Magda se quedaran paralizados esperando una nueva desgracia. El silencio que siguió a semejante desastre fue roto por la tía Marion que se salvó del alboroto porque, un momento antes se había levantado a buscar uno de sus cigarros. En vista de que no encontraba la cajetilla que, habría jurado, llevaba en su bolso, preguntó con voz ronca que si alguien le dejaba un cigarro. Mamá, a quien hacía falta algo más que un jarrón roto, una tetera derramada, un gato loco, una mesa volcada o dos cuñadas histéricas para hacerle perder la compostura, le respondió, con un tono que no dejaba dudas de lo que pensaba sobre fumar en su, normalmente, impoluto salón: “lo siento, querida, en esta casa no fuma nadie”.

Expediente 53.78-H

Asier Susaeta

Descripción: Sutil movimiento de cabeza, hacia la izquierda, acompañado por una leve sonrisa con marcado del hoyuelo derecho, entrecerrar de ojos y pestañeo de alta frecuencia. Obsérvese que, a diferencia del Expediente 156.66-F bis, a nombre de Grace Dickinson de Nueva Orleans, se arquea la espalda de diez a quince grados hacia adelante.

Contexto: en situaciones de flirteo y confidencias con amigas.

Duración: indeterminada, con posibilidad de repetición en bucle (Suceso anotado en 13 de abril de 2013, en el Café Colonial de Oviedo).

Herederos: no se conocen. El proceso de aprendizaje más avanzado del que se tiene constancia, en poder de Ana Herrero, nieta de la antigua propietaria, no llegó a completarse.

Se archiva, por tanto, el Expediente 53.78-H en la Sección de Gestos Perdidos hasta nueva revisión.

Volture

Yolanda Valdeolmillos

—Vaya, ¿te has perdido? Pobre niña… —dijo la anciana dibujando una exagerada expresión de pena en su rostro— me das mucha lástima. Pero no esperes que yo vaya a alimentar esa boca que tienes pegada a la cara. Lárgate.

La anciana frunció el ceño y las arrugas de su rostro formaron aún más pliegues de lo habitual. Sus ojos de color cobrizo casi se perdieron detrás de la abundante carne de sus párpados, pero su mirada era lo suficientemente fría como para que Luary aún pudiera notarla en la nuca al girarse en busca de la puerta.

—Espera… —dijo la anciana con pesadez—¿por qué me pasarán estas cosas a mí?, ¿se supone que ahora debo encargarme de una cría entrometida? Porque eso es lo que eres; una cría entrometida —dijo señalando a Luary con un dedo índice torcido.— Siéntate ahí.

Luary tomó asiento sin decir una palabra mientras dos lágrimas incipientes comenzaban a nublar su visión. La anciana rodeó a la niña varias veces, examinándola lentamente; tocó un mechón enredado de su pelo rojo, miró sus ojos verdes que tenían ahora un brillo cristalino y observó sus manos largo rato. Primero cogió la derecha y la examinó con detenimiento, arrastrando su pulgar a lo largo de la palma hasta llegar a la punta de cada dedo, después repitió el proceso con la izquierda, frunciendo un poco más el ceño con cada trayecto concluido de su pulgar. “Entiendo…”, murmuró repetidas veces a lo largo de su tarea. Finalmente asintió con la cabeza y suspiró, y luego se sentó frente a la niña.

—Bien. Yo soy Marien Volture, ¿quién eres tú?

—Lu…Lu… —trató de articular la pequeña mientras se guardaba las manos en los bolsillos.— Luary… —y las lágrimas se desbocaron por su cara.

—“Lu…Lu…” —contestó la anciana en tono de burla. —Menuda respuesta. Y encima te echas a llorar…¡ya sabía yo que no valías!, ¡lo he sabido en cuanto te he visto! —Marien se levantó y comenzó a remover el contenido de un caldero que humeaba en la chimenea mientras vociferaba. — ¡Lekrén se equivocó!, ¡mira que se lo dije! Le dije: es imposible, imposible del todo que una niña de seis años pueda aprender…

—Oiga… —dijo Luary enjugándose las lágrimas y limpiándose los mocos con la manga— yo sólo quiero que me diga cómo volver al orfanato. No es necesario que se haga cargo de mí.

—¡Desde luego que no me haré cargo de ti! No serviría de nada —dijo Marien colocando un plato de estofado sobre la mesa.— Come.

—No he venido a pedir comida —dijo la niña abalanzándose sobre el estofado. —No hace falta que usted se interese por saber quién soy. Sólo quiero volver al orfanato.

La anciana llenó otro plato y se sentó a la mesa con Luary, tras saborear lentamente dos cucharadas, dejó de comer y de nuevo observó a la niña, que devoraba su ración casi sin tomar aliento entre un bocado y el siguiente. Entonces Marien dejó escapar un suspiro de resignación y la expresión de su cara se dulcificó ligeramente.

—Sé quién eres —dijo. —Te conozco mejor de lo que te conoces tú misma. Me sobran las preguntas. Sé que te has escapado del orfanato, que no quieres  volver y que nunca lo harás. Al fin y al cabo, Lekrén jamás se equivocó…

La cabaña de Marien no tenía más de dos habitaciones y el olor a estofado no tardó en conquistarlas todas. Un ventanuco junto a la mesa dejaba ver un pequeño jardín de flores salvajes con una lápida al fondo. En la piedra había una inscripción que irradiaba una tenue luz violeta. Más allá del jardín, sólo podía verse el bosque, extenso y silencioso.

—Lekrén era mi marido —dijo la anciana señalando la lápida. — Él fue quien me habló de ti.

—¿Me conocía?

­—No exactamente. Te soñó, te intuyó, te imaginó…¡yo qué sé! Su magia de adivinación siempre fue muy fuerte.

Luary frunció el ceño y se paró a observar por primera vez su alrededor, como si pudiese encontrar una pista en alguna parte, algo que indicara sin duda alguna que aquella mujer no estaba en sus cabales. Cosa que la niña sospechaba desde hacía tiempo.

—Me habló de este día antes de que tú nacieras —continuó la anciana, —de cómo una cría llegaría hasta aquí, hasta mi cabaña escondida en el  bosque, y se convertiría en mi aprendiz de maga. Pensé que se había vuelto loco…dijo que tu potencial era inmenso, lo que ahora mismo me resulta impensable.

—¡¿Aprendiz de qué?! —dijo Luary intentando tragar la noticia junto con un pesado trozo de carne. —Yo no sé nada de magia. Ni siquiera sabía que existiera algo así en el mundo…

—Pero, niña, ¿me estás escuchando? —contestó la anciana. — He dicho “aprendiz”, los aprendices aprenden porque no saben, si no, no serían aprendices. ¡Despierta! Podría decir que, salvando a Lekrén, no he conocido a nadie en mi vida que no fuera idiota, así que vas a tener que demostrarme muchas cosas. Voy a preguntártelo, aunque conozco la respuesta: ¿te quedarás?

Así fue como empezó todo. A día de hoy, la cabaña no es más que un recuerdo de madera mohosa. Dos lápidas con inscripciones violáceas descansan rodeadas de árboles en un jardín que hace años se fusionó con el resto del bosque. Quedan muy pocos escritos ya que hablen de la Gran Maga, y no demasiadas personas que recuerden la historia, trasmitida a lo largo de generaciones como tradición, pero casi olvidada por el peso de los siglos. Si bien el relato de sus hazañas aún puede oírse en alguna taberna o en las palabras de un anciano para sus nietos, los detalles de su origen ya apenas se conocen. Fue la maga más joven del mundo, respetada durante toda su vida por su poder y, sobre todo, por su inteligencia. Hablo, por supuesto, de Luary Volture, la niña que hace siglos decidió crecer a la sombra de otra gran mujer.

Ragrú

Joan Redon

Érase una vez un lugar donde no pasaba nada. De edificios grises mal iluminados por una luz debilitada tras cruzar las nubes. Los niños, parecidos unos a otros, volvían a casa. Cuatro de ellos no corrían por el parque haciendo volar las palomas que no estaban allí. Los más pequeños no pedían el cubo y la pala para hacer arqueología infantil en una arena que ya no adornaba el rincón de juegos. Los mayores se quedaban en casa, sin leer el periódico ni salir a mirar el partido de fútbol que cada tarde no se jugaba en la plaza. El gato, al no ser perseguido por el perro yacía en una barandilla.

El alcalde, orgulloso, era la única persona que se atrevía a sonreír al ver como el silencio reinaba. El orden era absoluto y nada se salía del guión.

Alguien, en algún punto entre las casas, señaló el cielo. «¡RAGRÚ!» gritó. Un joven a su lado respondió mirando al cielo, buscando algo, y al encontrarlo gritó «¡RAGRÚ!». Poco a poco, el grito fue rompiendo el silencio monótono de la urbe. Las voces acompañaban un pájaro grande que volvía a la ciudad. Al alacalde los gritos desenfrenados le cambiaron la cara. Empezó a acelerar el paso. Finalmente corría sin mirar a nadie. El grito de «¡RAGRÚ!» le golpeaba en la cabeza, como palos de madera resonando en su interior.

Las miradas de hombres, mujeres, niños y ancianos seguían el seseante reflejo negro del ave sobre los edificios. El gato perseguía la réplica en el suelo del animal. Un niño corría detrás del gato mientras gritaba «¡RAGRÚ!». Cada vez que el gato giraba una esquina, tenía más chicos tras él. Un niño, tropezó y varios más tropezaron con él. Pero el gato siguió persiguiendo el pájaro en el suelo.

El alcalde con los ojos desorbitados y el sudor frío que le caía por la frente estaba solo en una esquina, mirando al cielo. El gato siguió el pájaro en el suelo cada vez más grande, perseguido por los niños que seguían en pie. Más atrás, unos niños jugaban a pelearse sin hacerse daño, y todo el pueblo golpeaba al alcalde con sus gritos de «¡RAGRÚ!».

Finalmente el pájaro descendió y depositó sus patas en la cornisa de una ventana, encima del alcalde. El pájaro observaba por la ventana, mientras el pueblo se reunía para ver la escena. Ahora ya no gritaban «¡RAGRÚ!», sino que lo coreaban en voz baja de manera repetitiva. Cuando dejó caer una textura verde y oscura, el pueblo entero acompañó el hecho con una subida del volumen. Finalmente los gritos de júbilo y los abrazos cuando la masa verde chocó contra la cabeza del alcalde. El ruido asustó el pájaro, que marchó volando.

Cuando no quedó rastro del pájaro, los niños volvieron en silencio a buscar las mochilas que tiraron un rato antes. Y el alcalde se quedó humillado e ignorado por el pueblo, otra vez.