Yolanda Valdeolmillos
—Vaya, ¿te has perdido? Pobre niña… —dijo la anciana dibujando una exagerada expresión de pena en su rostro— me das mucha lástima. Pero no esperes que yo vaya a alimentar esa boca que tienes pegada a la cara. Lárgate.
La anciana frunció el ceño y las arrugas de su rostro formaron aún más pliegues de lo habitual. Sus ojos de color cobrizo casi se perdieron detrás de la abundante carne de sus párpados, pero su mirada era lo suficientemente fría como para que Luary aún pudiera notarla en la nuca al girarse en busca de la puerta.
—Espera… —dijo la anciana con pesadez—¿por qué me pasarán estas cosas a mí?, ¿se supone que ahora debo encargarme de una cría entrometida? Porque eso es lo que eres; una cría entrometida —dijo señalando a Luary con un dedo índice torcido.— Siéntate ahí.
Luary tomó asiento sin decir una palabra mientras dos lágrimas incipientes comenzaban a nublar su visión. La anciana rodeó a la niña varias veces, examinándola lentamente; tocó un mechón enredado de su pelo rojo, miró sus ojos verdes que tenían ahora un brillo cristalino y observó sus manos largo rato. Primero cogió la derecha y la examinó con detenimiento, arrastrando su pulgar a lo largo de la palma hasta llegar a la punta de cada dedo, después repitió el proceso con la izquierda, frunciendo un poco más el ceño con cada trayecto concluido de su pulgar. “Entiendo…”, murmuró repetidas veces a lo largo de su tarea. Finalmente asintió con la cabeza y suspiró, y luego se sentó frente a la niña.
—Bien. Yo soy Marien Volture, ¿quién eres tú?
—Lu…Lu… —trató de articular la pequeña mientras se guardaba las manos en los bolsillos.— Luary… —y las lágrimas se desbocaron por su cara.
—“Lu…Lu…” —contestó la anciana en tono de burla. —Menuda respuesta. Y encima te echas a llorar…¡ya sabía yo que no valías!, ¡lo he sabido en cuanto te he visto! —Marien se levantó y comenzó a remover el contenido de un caldero que humeaba en la chimenea mientras vociferaba. — ¡Lekrén se equivocó!, ¡mira que se lo dije! Le dije: es imposible, imposible del todo que una niña de seis años pueda aprender…
—Oiga… —dijo Luary enjugándose las lágrimas y limpiándose los mocos con la manga— yo sólo quiero que me diga cómo volver al orfanato. No es necesario que se haga cargo de mí.
—¡Desde luego que no me haré cargo de ti! No serviría de nada —dijo Marien colocando un plato de estofado sobre la mesa.— Come.
—No he venido a pedir comida —dijo la niña abalanzándose sobre el estofado. —No hace falta que usted se interese por saber quién soy. Sólo quiero volver al orfanato.
La anciana llenó otro plato y se sentó a la mesa con Luary, tras saborear lentamente dos cucharadas, dejó de comer y de nuevo observó a la niña, que devoraba su ración casi sin tomar aliento entre un bocado y el siguiente. Entonces Marien dejó escapar un suspiro de resignación y la expresión de su cara se dulcificó ligeramente.
—Sé quién eres —dijo. —Te conozco mejor de lo que te conoces tú misma. Me sobran las preguntas. Sé que te has escapado del orfanato, que no quieres volver y que nunca lo harás. Al fin y al cabo, Lekrén jamás se equivocó…
La cabaña de Marien no tenía más de dos habitaciones y el olor a estofado no tardó en conquistarlas todas. Un ventanuco junto a la mesa dejaba ver un pequeño jardín de flores salvajes con una lápida al fondo. En la piedra había una inscripción que irradiaba una tenue luz violeta. Más allá del jardín, sólo podía verse el bosque, extenso y silencioso.
—Lekrén era mi marido —dijo la anciana señalando la lápida. — Él fue quien me habló de ti.
—¿Me conocía?
—No exactamente. Te soñó, te intuyó, te imaginó…¡yo qué sé! Su magia de adivinación siempre fue muy fuerte.
Luary frunció el ceño y se paró a observar por primera vez su alrededor, como si pudiese encontrar una pista en alguna parte, algo que indicara sin duda alguna que aquella mujer no estaba en sus cabales. Cosa que la niña sospechaba desde hacía tiempo.
—Me habló de este día antes de que tú nacieras —continuó la anciana, —de cómo una cría llegaría hasta aquí, hasta mi cabaña escondida en el bosque, y se convertiría en mi aprendiz de maga. Pensé que se había vuelto loco…dijo que tu potencial era inmenso, lo que ahora mismo me resulta impensable.
—¡¿Aprendiz de qué?! —dijo Luary intentando tragar la noticia junto con un pesado trozo de carne. —Yo no sé nada de magia. Ni siquiera sabía que existiera algo así en el mundo…
—Pero, niña, ¿me estás escuchando? —contestó la anciana. — He dicho “aprendiz”, los aprendices aprenden porque no saben, si no, no serían aprendices. ¡Despierta! Podría decir que, salvando a Lekrén, no he conocido a nadie en mi vida que no fuera idiota, así que vas a tener que demostrarme muchas cosas. Voy a preguntártelo, aunque conozco la respuesta: ¿te quedarás?
Así fue como empezó todo. A día de hoy, la cabaña no es más que un recuerdo de madera mohosa. Dos lápidas con inscripciones violáceas descansan rodeadas de árboles en un jardín que hace años se fusionó con el resto del bosque. Quedan muy pocos escritos ya que hablen de la Gran Maga, y no demasiadas personas que recuerden la historia, trasmitida a lo largo de generaciones como tradición, pero casi olvidada por el peso de los siglos. Si bien el relato de sus hazañas aún puede oírse en alguna taberna o en las palabras de un anciano para sus nietos, los detalles de su origen ya apenas se conocen. Fue la maga más joven del mundo, respetada durante toda su vida por su poder y, sobre todo, por su inteligencia. Hablo, por supuesto, de Luary Volture, la niña que hace siglos decidió crecer a la sombra de otra gran mujer.