El monstruito exquisito: parte 6

Asier Susaeta

Seguro que le diría que era una tonta, dedujo. Tonta y deforme. Él siempre se metía con sus defectos: la ligera cojera de su pierna izquierda al correr, el corte en la ceja que se hizo en aquella caída con la bici (y que ella intentaba disimular con el flequillo), y ahora ese codo que se parecía a los puños de Popeye. Un bulto enorme que sobresalía en su brazo y ya no le dejaba ponerse sus vestidos porque no le entraban las mangas. Aunque quizá su fuerza fuese proporcional a su tamaño, pensó, así que, sin perder tiempo, fue al parque y cogió una de las piedras más pesadas que encontró. Del volumen de una cabeza, pudo elevarla sin esfuerzo y, aprovechando que no había nadie por allí que la confundiese con una loca del crossfit, la lanzó bien lejos. A cien cuerpos de distancia. Entonces, espoleada por el abanico de posibilidades que se abría ante ella, se olvidó de su cojera y corrió hasta la orilla del lago en busca de alguna roca mayor, para asegurarse. Una que tuviese el peso de Marco.

El monstruito exquisito: parte 5

Yolanda Valdeolmillos

Lo peor no era el charco amarillo en las suelas de sus zapatos ni la mancha en su ropa. Lo peor era el olor. El pis tapaba por completo la rociada de Channel nº 5 a la que se había sometido antes de salir de casa. Mientras se frotaba las piernas con agua en el lavabo para limpiar el reguero amarillo, lamentó no haberle pedido a Marco que parase antes, habían pasado lo menos tres gasolineras durante el trayecto. Eso de tener que ir al baño le restaba tanto glamour que no había sido capaz de admitirlo a tiempo. Los empujones de una anciana corpulenta la sacaron de su ensimismamiento. La señora había decidido arrollar con su barriga a cualquiera que se interpusiera en su camino. «A buenas horas me deja libre el váter esta mujer», pensó mientras se frotaba la pantorrilla izquierda. Se secó las piernas con papel higiénico, sacó de su bolso un frasco diminuto de perfume y lo distribuyó estratégicamente sobre la falda manchada. Apestaba a Channel, pero era imposible que volviera a oler a pis. Se peinó con los dedos y se puso en marcha. Marco la esperaba en el coche. Salió con la cabeza tan alta que se olvidó de mirar al suelo, y sus tacones patinaron sin remedio al pisar el charco amarillo. Aterrizó con las nalgas casi de repente, sin tiempo para agarrarse a nada. Trató de incorporarse mientras su falda absorbía rápidamente el pis, pero su tobillo se retorcía de una forma muy antinatural. Y mientras miraba su nueva articulación deforme, se lamentó; qué iba a pensar Marco cuando la viera con esas pintas.

El monstruito exquisito: parte 4

Joan Redon

…tan rápido como le era posible, tropezando con la fregona, que siempre estaba en medio. Hacía fuerza con las piernas, e intentaba avanzar por el pasillo manteniendo la poca dignidad que le quedaba. Apretar las nalgas le obligaba a poner las rodillas en posiciones extrañas, impropias para alguien de su categoría. Pero ni con esas. No llegaba a tiempo.

¡Finalmente! ¡Salvados los diez eternos metros que la separaban de la puerta! Y… ¡mierda!, ¿hay alguien dentro? Estaba echado el pestillo.

Valoró las opciones, debía pensar rápido. Su vejiga era una bomba de relojería. Le quedaba muy poco para estallar. ¿No le había hablado Antonia, la criada, de un pequeño aseo para el servicio? Sólo debía recordar… ¡Las cocinas! Corrió cruzando la puerta de enfrente, con una mano en el vientre intentando controlar la situación.

Una joven lavaplatos, a la cual no había visto nunca, entendió el problema. Intentando aguantarse la risa, le señaló una pequeña puerta de madera mal pintada. Justo a tiempo tiró del mango. La puerta, sin embargo, resistió el embate y no quiso abrirse. Una voz de abuela gritó de manera poco educada “¡OCUPAAADO!”. Esperó enfrente – no quedaba otra-, dando pequeños saltitos para mantener la bomba urinaria a ralla. Iba ganando cuando escuchó la cadena del váter. Eso, lamentablemente, fue demasiado y, por debajo de su falda de seda negra, empezó a orinar.

El monstruito exquisito: parte 3

Patri Arsuaga

No sabía muy bien la respuesta, pero lo que le salía en ese preciso instante era intentarlo. Fue hacia ella, tembloroso, notaba cómo le sudaban las manos, el corazón lo tenía a mil por hora, pero estaba seguro que nadie en la sala se daría cuenta de nada. Su exterior estaba intacto. Iba andando firme, recto, con paso casi militar. Su media melena y su barba de tres días, eso sí, cuidada, le daban apariencia de hipster, aunque no lo fuera.

Sus miradas se cruzaron y ella no pudo aguantar y le saltaron los colores. Recordó como también le pasaba hace años, cuando jugaban con la botella a ver quién le tocaba besar a quién. Entonces él lo veía desde la barrera, ahora había llegado el momento de saltar al campo y meter el gol, aunque fuera por la escuadra. Y lo iba a hacer, aunque le costara sangre, sudor y lágrimas.

Se lo había pensado mucho porque esta vez no era como las otras. Tenía que ser brillante. Le diría, no voy a permitir que nadie te arrincone, ¿quieres bailar conmigo? Sabía de sobra que era su escena favorita de Dirty Dancing, pero no contó con su reacción. Y es que ella salió corriendo al baño,

El monstruito exquisito: parte 2

Andrea Pazos

El trayecto hasta su casa fue eterno aunque había poco tráfico a esas horas. Dentro del coche se respiraba un aire pesado y caliente, de aliento a alcohol y perfume dulzón. Justo el aire que deberíamos estar respirando bajo las sábanas, pensé.

Por supuesto la dejé en el portal de su casa y ella se despidió tan aprisa que ni si quiera apagué el motor del coche. Me dijo buenas noches, y yo me fui.

En el camino de vuelta a mi apartamento puse la música muy alta para tratar de que algo interrumpiese mis propios pensamientos, pero fue inútil. Las voces del niño que fui y del hombre que era hasta hace un par de semanas, cuando nos reencontramos, discutían acaloradamente. Por un lado, el adulto maduro y sensato que quiero ser decía que era estúpido por pensar que me sentiría mejor después de acostarme con ella, que ya está, que aquello ya pasó. Candela nunca supo, durante todos los años de colegio, que el cobarde al que un día llamó gafotas de mierda estaba enamorado de ella -¿y quién no lo estaba?-. Me olvidó en cuanto me vio. Pero el niño enrabietado quería demostrar que las gafas me hacen parecer interesante, y que las trenzas de aquella gánster del patio del recreo ya no me fascinan.

Es indiscutible que Candela se ha convertido en una mujer absurdamente atractiva, tal y como todos esperábamos. Pero la parte de mí que es adulta y madura se pregunta si las ganas de acostarme con ella no serán más bien una forma neandertal de resarcimiento.  Seducir al primer amor, ¿servirá para reparar el daño del niño gafotas, el adolescente con acné y el veinteañero que nunca se pareció a  Humphrey Bogart?

El monstruito exquisito

Hemos creado un monstruito exquisito entre todos y vamos a ir publicándolo por trozos. Esperamos que os guste.
Primer trozo: Reyes Velayos

¿Por qué no? Me pregunté aquella noche mientras miraba a Candela. Tomábamos una copa con el resto de compañeros de trabajo en un bar de Malasaña. ¿Por qué no? Hacía unos meses que había comenzado a trabajar en mi empresa y habíamos coincidido a menudo en reuniones; en las cañas de los viernes, cuando nos podíamos escapar a las tres; aunque apenas habíamos hablado fuera del trabajo.

Tenía unas tetas abundantes, aunque siempre las ocultaba tras jerséis de cuello vuelto. Y a esas tetas les iban más los escotes generosos. Me daban mucho morbo y aquella noche más que nunca, me preguntaba como se verían sin sujetador. Supongo que, además de sus tetas, ella también me gustaba, no para casarme con ella, pero si para acostarnos de vez en cuando.

Como no me apetecía tirarme a su cuello delante de media empresa, comencé a intentar atraerla hacia mí. Movía yo. La tomé de la mano, hice como que bailaba con ella, me acerqué a su cuello… Olía bien, a limpio y algo a perfume, muy suave. Me gustaba que oliera así, odio a las tías que se perfuman en exceso como para esconder su olor. Parecía responder bastante bien. Le tocaba mover a ella. Se acercó a la barra, pegada a mí y pidió dos copas. Pensé que yo no debería beber más; ella parecía bastante coherente en su conversación, algo surrealista, pero coherente, así que ¿por qué no?

Comenzamos a hablar de cine, música, libros, exposiciones. «Podríamos ir algún día al Thyssen», me dijo. «Me encantaría», dije y bebí un largo trago de la copa que no quería beberme, pero si comenzábamos así puede que necesitara esa y otra más. Pero no hubo tiempo para más, casi sin darnos tiempo a terminarnos las copas nos avisaban de que el bar cerraba sus puertas por hoy. Y todos los demás decidieron irse a casa. Las tres de la mañana. 23 de diciembre, feliz Navidad para todo el mundo y, por fin, los dos solos. En la puerta del bar y sin saber que hacer, pero los dos solos. Movía yo de nuevo.

―Tengo el coche aquí, ¿te acerco a casa? —dije, aunque lo que en realidad quería decir era: «Tengo el coche aquí, ¿te vienes a casa y follamos?»

―Bueno ―dijo Candela.

Verlo bailar

Araceli Suárez

Verlo bailar la emociona y la desconsuela a partes iguales. Bajo la camisa vislumbra su torso firme y joven. Lo ve tan seguro, sensual y seductor mientras se contonea al son de la bachata o cuando se acerca a las caderas de su pareja, que piensa que con ella nunca bailará así. Imagina su deseo cuando su frente y la de esa chica se juntan o cuando se separa para volver a mirarla y luego atraerla con un magnetismo que va más allá de la física. Parece acariciarla casi sin rozarla, parece envolverse en ella, pero sobre todo, parece no existir más realidad que el ritmo para él.

Lo mira desde fuera de la pista y su corazón palpita por una pasión inflamada por las letras de canciones que evocan penas tan antiguas como las suyas y que la hacen soñar con una danza de seducción, complicidad y ternura que nunca ha experimentado. Tampoco sintió nunca esa necesidad. Hasta que lo conoció. Hasta que ese muchacho la enamoró como a una adolescente.

La canción acaba. Los imagina conectados y ajenos al resto del mundo mientras pasan a su lado, pero ella no quiere dejar de mirarlo ni de sonreírle, a pesar de que desea abrazarlo. Y él la mira también. Le sonríe como siempre y le hace un gesto dulce con la mano, también como siempre.

Él sigue su camino y ella lo siente lejos, muy lejos. Por los años que los separan, por las vidas que los separan. Pero lo que ella no sabe es que en el corazón de ese muchacho no hay ritmo de bachata, ni que en su masculinidad no hay deseo de seducción, ni que en sus movimientos no hay sensualidad, y mucho menos, que esas chicas no significan nada para él, porque para él solo es bailar; bailar hasta acabar agotado: porque cuando baila, no siente como puñales las letras de canciones que evocan otras penas antiguas; porque cuando baila, la soledad es menos soledad; porque cuando baila, no sueña con una mujer que imagina inalcanzable. Por los años que los separan, por las vidas que los separan.

Él sigue su camino porque cuando pasa a su lado, solo se atreve a sonreírle o a un gesto dulce, a pesar de que lo que desea es abrazarla y es que una mirada de esa mujer lo hace soñar con un amor para vivirlo al son de una música de ternura, de complicidad y de entrega.

Pantalla a cuatro

Asier Susaeta

Elliot, enrabietado, introdujo otros veinticinco centavos a la máquina del Pac-Man. Se había quedado a dos mil puntos del récord y todavía era pronto para volver a casa; prefería encontrarse a su padre inconsciente en el sofá.

El chasquido al abrir la lata de cerveza le recordó a aquella preciosa chica del callejón, su cuello quebrado. Lo tonta que fue. Rick sintió un escalofrío y dio un largo trago mientras en la teletienda anunciaban un revolucionario juego de cuchillos de cocina por diez dólares más gastos de envío.

Cuando llegó a la oficina, Toru saludó a Naoko, la recepcionista, caminó por el pasillo, dejó tres habitáculos a su izquierda, giró y se topó de frente con Haruki, un programador con forma de bola que engullía un trozo de pizza. Después de hacerse a un lado, corrió hasta su mesa y allí garabateó la idea para un nuevo videojuego que acababa de ocurrírsele.

Alice huía por el laberinto de callejuelas del Mott Haven con el vestido rasgado; solo le restaba una vida. Conocía bien la zona aunque no sabía que la salida a la avenida Jackson estaba cortada provisionalmente. Aquella misma tarde habían comenzado las obras del salón recreativo.

Toda la verdad

Yolanda Valdeolmillos

Nacho observaba a su hija recoger los caramelos partidos que sus Majestades de Oriente habían lanzado al suelo. Estaba ilusionada, con los ojos como platos y las manos como garras para acaparar la mayor cantidad posible de botín. Verla disfrutar le producía cierto alivio, pero seguía preocupado. Después de lo que había dicho su hija antes de salir, temía que la cabalgata fuera un fracaso:

—Yo ya sé toda la verdad sobre los Reyes Magos, papá. Mi amiga Sara me lo contó.

—Pero, Nerea,…

La niña salió corriendo hacia la puerta del jardín con su bolsa vacía de Hello Kitty ondeando a su espalda como una bandera. Y Nacho tuvo que contener una lágrima. Nerea era demasiado pequeña para hacerse de repente tan mayor. Ya sabía lo de los Reyes y las Navidades para ella no volverían a ser lo mismo. Nacho secó en su ojo derecho una gota que aún no existía y arrugó los labios. La culpa era de los padres de Sara, que no controlaban las cosas que soltaba su hija por la boca. Esa niña era un peligro. Y la culpa era también del ayuntamiento, que ponía cada vez menos esmero en la caracterización de los Reyes Magos. En la cabalgata del año anterior Melchor iba perdiendo trozos de barba. Era una vergüenza. Y su hija había tenido que pagarlo a una edad demasiado tierna.

Baltasar saludaba a los niños desde su carroza con una sonrisa muy rígida. Nerea intentaba meter más caramelos en la bolsa, pero Hello Kitty había ensanchado tanto su figura que ya sólo era una mancha deforme con un vestido rosa. Y Nacho redactaba mentalmente una carta de queja dirigida al alcalde mientras miraba con odio a Melchor. El Rey Mago movía su brazo de un lado a otro formando un arco, era imposible saber si sonreía porque un montón de pelos grises le tapaban la mitad de la cara. Otra vez la misma barba.

-Papá, ten cuidado, no le mires tanto.

Nerea había abandonado su lucha contra Hello Kitty  para empezar a hincharse los bolsillos del abrigo con más caramelos.

¿Por qué, cielo?

—Ya sabes… —dijo mirando a Melchor de reojo y arqueando las cejas— lo de los Reyes…

—Ya, hija, lo siento… —Respondió Nacho— pero ¿por qué no podemos mirar?, ¿qué pasa?

—Hay que tener cuidado —la niña dirigió otra mirada rápida al Rey,— se disfrazan para que no nos demos cuenta, ya sabes…

Nacho se arrodilló frente a su hija y abrochó los botones de su abrigo, también de Hello Kitty.

—No te entiendo, cariño, ¿de qué hay que tener cuidado?, ¿qué fue lo que te dijo Sara?

—Pues lo que todo el mundo sabe, papá la niña suspiró pesadamente,— que los Reyes Magos son alienígenas.

Dicho esto, Nerea siguió recogiendo caramelos. Nacho se quedó arrodillado en mitad del asfalto, sin parpadear, con los ojos secos y el gesto inmóvil, los brazos extendidos hacia delante y las manos aún dispuestas a abotonar.

Leyendo con la nariz

Joan Redon

La librería estaba solitaria. Sólo Carmina, una joven invidente, acababa de entrar y se abría paso por los pasillos con pequeños golpecitos contra la madera de los estantes. Andrés, un veterano librero, la observaba con asombro. Segura de si misma, dibujó en su mente el cruce de estanterías, levantó la barbilla y olfateó a derecha y a izquierda, como un sabueso que busca la presa. Continuó adelante, con paso firme y la compañía de los golpes en la estantería de novela negra.

Andrés, dejó el libro que estaba leyendo en un cajón y preso por la curiosidad la siguió por el pasillo de viajes, desde donde podía observarla. Carmina giró por diferentes esquinas, hasta llegar a la sección de literatura clásica. Cuidadosamente dobló el bastón, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y agarró una estantería. Acercó la cabeza y de manera profunda y larga, cogió todo el aire que pudo con la nariz. Lo retuvo unos segundo, disfrutando del aroma.

El librero observó como Carmina se quedaba totalmente inmóvil, hasta el punto de temer que algo le hubiera pasado. Pero finalmente exhaló todo el aire, en un gesto de gusto inmenso.

-¿Puedo ayudarla señorita? – Preguntó Andrés tímidamente.

Carmina levantó una mano, y la llevó a sus labio, que seseaban pidiendo silencio. Alargó el brazo, acariciando con la mano las cordillera de lomos. Con delicadeza se paró en un libro ante la atenta mirada de Andrés que ya estaba detrás suyo.

Los delicados dedos de Carmina, voltearon el tomo y lo dejaron caer sobre la palma, que retiró el libro con gran delicadeza. Lo abrió por una página cualquiera y acercó la nariz para olfatearlo con ondas inspiraciones de aire.

-Es dulce, un olor clásico que nunca pasará de moda. Profundo y real, inconfundible. – Alargó la mano, ofreciendo el ejemplar al sorprendido acompañante. -Tome, cierre los ojos y huélalo usted mismo.

Andrés siguió el mismo ritual. Los olores perforaron sus fosas nasales y llegaron al cerebro. Era un éxtasis de olores. A pesar del rancio aroma a cerrado, y lo penetrante de éste, le resulta extrañamente familiar y tranquilizador. Un olor amarillo, como lo son las cosas antiguas.

Abrió los ojos , y se dio cuenta, que esa experiencia le había transportado en el tiempo. Sin saber cuanto había estado ausente, vio que la chica había seguido la estantería hasta llegar a otra sección. Quiso seguir descubriendo esa sensación. Se acercó a ella y cogió un libro al azar, sin mirarlo, sin ideas preconcebidas, y dejó que el aroma que esconden sus páginas entrara por su nariz.

Ésta vez era un olor suave, silencioso, casi imperceptible. Notó una brisa fresca de mar, un poco salada. Quizás sea la triste historia de un Pirata solitario en una isla desierta, o un hombre buscando la pesca más grande a la que un hombre puede aspirar.

Al abrir los ojos vio a Carmina, disfrutando del aroma de un libro de viajes.

-Gracias- le dijo- Nunca pensé en disfrutar un libro de esta manera. ¿Cuál es su favorito?

La chica, sorprendida por la pregunta, dejó que las respuestas corrieran por su cabeza buscando un título que pudiera recordar. Finalmente respondió:

-Ninguno en concreto. Cada ejemplar huele no solo al libro en sí sino a aquello que los lectores anteriores han impregnado en él. Eso es lo maravilloso.