Leyendo con la nariz

Joan Redon

La librería estaba solitaria. Sólo Carmina, una joven invidente, acababa de entrar y se abría paso por los pasillos con pequeños golpecitos contra la madera de los estantes. Andrés, un veterano librero, la observaba con asombro. Segura de si misma, dibujó en su mente el cruce de estanterías, levantó la barbilla y olfateó a derecha y a izquierda, como un sabueso que busca la presa. Continuó adelante, con paso firme y la compañía de los golpes en la estantería de novela negra.

Andrés, dejó el libro que estaba leyendo en un cajón y preso por la curiosidad la siguió por el pasillo de viajes, desde donde podía observarla. Carmina giró por diferentes esquinas, hasta llegar a la sección de literatura clásica. Cuidadosamente dobló el bastón, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y agarró una estantería. Acercó la cabeza y de manera profunda y larga, cogió todo el aire que pudo con la nariz. Lo retuvo unos segundo, disfrutando del aroma.

El librero observó como Carmina se quedaba totalmente inmóvil, hasta el punto de temer que algo le hubiera pasado. Pero finalmente exhaló todo el aire, en un gesto de gusto inmenso.

-¿Puedo ayudarla señorita? – Preguntó Andrés tímidamente.

Carmina levantó una mano, y la llevó a sus labio, que seseaban pidiendo silencio. Alargó el brazo, acariciando con la mano las cordillera de lomos. Con delicadeza se paró en un libro ante la atenta mirada de Andrés que ya estaba detrás suyo.

Los delicados dedos de Carmina, voltearon el tomo y lo dejaron caer sobre la palma, que retiró el libro con gran delicadeza. Lo abrió por una página cualquiera y acercó la nariz para olfatearlo con ondas inspiraciones de aire.

-Es dulce, un olor clásico que nunca pasará de moda. Profundo y real, inconfundible. – Alargó la mano, ofreciendo el ejemplar al sorprendido acompañante. -Tome, cierre los ojos y huélalo usted mismo.

Andrés siguió el mismo ritual. Los olores perforaron sus fosas nasales y llegaron al cerebro. Era un éxtasis de olores. A pesar del rancio aroma a cerrado, y lo penetrante de éste, le resulta extrañamente familiar y tranquilizador. Un olor amarillo, como lo son las cosas antiguas.

Abrió los ojos , y se dio cuenta, que esa experiencia le había transportado en el tiempo. Sin saber cuanto había estado ausente, vio que la chica había seguido la estantería hasta llegar a otra sección. Quiso seguir descubriendo esa sensación. Se acercó a ella y cogió un libro al azar, sin mirarlo, sin ideas preconcebidas, y dejó que el aroma que esconden sus páginas entrara por su nariz.

Ésta vez era un olor suave, silencioso, casi imperceptible. Notó una brisa fresca de mar, un poco salada. Quizás sea la triste historia de un Pirata solitario en una isla desierta, o un hombre buscando la pesca más grande a la que un hombre puede aspirar.

Al abrir los ojos vio a Carmina, disfrutando del aroma de un libro de viajes.

-Gracias- le dijo- Nunca pensé en disfrutar un libro de esta manera. ¿Cuál es su favorito?

La chica, sorprendida por la pregunta, dejó que las respuestas corrieran por su cabeza buscando un título que pudiera recordar. Finalmente respondió:

-Ninguno en concreto. Cada ejemplar huele no solo al libro en sí sino a aquello que los lectores anteriores han impregnado en él. Eso es lo maravilloso.

Ragrú

Joan Redon

Érase una vez un lugar donde no pasaba nada. De edificios grises mal iluminados por una luz debilitada tras cruzar las nubes. Los niños, parecidos unos a otros, volvían a casa. Cuatro de ellos no corrían por el parque haciendo volar las palomas que no estaban allí. Los más pequeños no pedían el cubo y la pala para hacer arqueología infantil en una arena que ya no adornaba el rincón de juegos. Los mayores se quedaban en casa, sin leer el periódico ni salir a mirar el partido de fútbol que cada tarde no se jugaba en la plaza. El gato, al no ser perseguido por el perro yacía en una barandilla.

El alcalde, orgulloso, era la única persona que se atrevía a sonreír al ver como el silencio reinaba. El orden era absoluto y nada se salía del guión.

Alguien, en algún punto entre las casas, señaló el cielo. «¡RAGRÚ!» gritó. Un joven a su lado respondió mirando al cielo, buscando algo, y al encontrarlo gritó «¡RAGRÚ!». Poco a poco, el grito fue rompiendo el silencio monótono de la urbe. Las voces acompañaban un pájaro grande que volvía a la ciudad. Al alacalde los gritos desenfrenados le cambiaron la cara. Empezó a acelerar el paso. Finalmente corría sin mirar a nadie. El grito de «¡RAGRÚ!» le golpeaba en la cabeza, como palos de madera resonando en su interior.

Las miradas de hombres, mujeres, niños y ancianos seguían el seseante reflejo negro del ave sobre los edificios. El gato perseguía la réplica en el suelo del animal. Un niño corría detrás del gato mientras gritaba «¡RAGRÚ!». Cada vez que el gato giraba una esquina, tenía más chicos tras él. Un niño, tropezó y varios más tropezaron con él. Pero el gato siguió persiguiendo el pájaro en el suelo.

El alcalde con los ojos desorbitados y el sudor frío que le caía por la frente estaba solo en una esquina, mirando al cielo. El gato siguió el pájaro en el suelo cada vez más grande, perseguido por los niños que seguían en pie. Más atrás, unos niños jugaban a pelearse sin hacerse daño, y todo el pueblo golpeaba al alcalde con sus gritos de «¡RAGRÚ!».

Finalmente el pájaro descendió y depositó sus patas en la cornisa de una ventana, encima del alcalde. El pájaro observaba por la ventana, mientras el pueblo se reunía para ver la escena. Ahora ya no gritaban «¡RAGRÚ!», sino que lo coreaban en voz baja de manera repetitiva. Cuando dejó caer una textura verde y oscura, el pueblo entero acompañó el hecho con una subida del volumen. Finalmente los gritos de júbilo y los abrazos cuando la masa verde chocó contra la cabeza del alcalde. El ruido asustó el pájaro, que marchó volando.

Cuando no quedó rastro del pájaro, los niños volvieron en silencio a buscar las mochilas que tiraron un rato antes. Y el alcalde se quedó humillado e ignorado por el pueblo, otra vez.

La gasolinera

Joan Redón

Fran y Ricardo estaban sentados con cara de perplejidad, separados por una de las cochambrosas mesas de la taberna de la plaza del pueblo. Finalmente Ricardo rompió el silencio.

-Lo que me dices no tiene sentido alguno. Debió ser una broma o algo.

-No, no, pasó tal como te cuento..

<<Apenas eran las 6 de la tarde. Ya sabes que en invierno el frío en esta sierra es realmente duro, y cuando se junta el agua-nieve, no hay chubasquero ni anorak que te refugie de las inclemencias del tiempo. El viento golpeaba la puerta, trayendo la nieve que ayer tiñó de blanco todos los campos. José, que ya sabes lo comodón que puede llegar a ser, me obligó a salir a quitar la nieve de la entrada. Una de esas tonterías suyas. ¿Quién, en su sano juicio saldría con este tiempo a las carreteras heladas?. ¡Incluso la gasolina se habrá congelado.!

Después de quejarme dos veces y otras dos que infructuosamente intenté que el pequeño Javier fuera quien saliera a luchar contra el tiempo, me acerqué al perchero, cogí el abrigo rojo de la gasolinera y me acerqué a la puerta respirando fuerte. -Ha sido un placer haberos conocido amigos.- Dije con cierta sorna mientras me ataba el anorak.

Finalmente respiré hondo, miré afuera y abrí la puerta. Un aire frío decidió que había que aprovechar la situación y entrar en el pequeño supermercado de la gasolinera, por lo que quise recrearme en mi penuria mientras los presentes me miraban con cara de congelación. Señalé uno de los surtidores medio enterrados en la nieve y con el arte de un dramaturgo sollocé – Sabéis que seguramente no vuelva y acabé tirado en esa esquina, tapado por la nieve y pereciendo de frío. Decidle a mi mujer e hijos que me hubiera gustado conocerles.

Me dirigí a la fría puerta de metal al lado del surtidor 5. Tuve que dar unos golpes a la cerradura congelada para hacer saltar el hielo que me impedía usar la llave. Finalmente abrí la puerta, mientras las bisagras hacían saltar trozos de hielo que me golpeaban la cara, ya insensible. La resignación hizo que los guantes de gore-tex que cubrían mis manos cogieran la pala que quedó en primer plano. Ni tan siquiera la levanté. Agarrándola por el mango la arrastré a la vez que arrastraba los pies hasta la entrada de coches. Al igual que un enterrador, palaba sin pensar, tirando al nieve a un lado liberando la entrada de obstaculos a los coches que no esperaba que llegaran.

Absorto en mi trabajo y con el ensordecedor silbar del viento en mis oídos, me sorprendió un extraño sonido en la lejanía. Como de un fantasma, una enorme sombra oscura entre la nieve fué tomando forma. Cuatro caballos tirando de un carruaje, con su cochero embotado en capa, pañuelo y sombrero, sentado en el pescante y usando una larga fusta y unas riendas para controlar los caballos. Ignorando todo el trabajo que llevaba hecho, hizo pasar los caballos por donde todavía no había peleado, cosa que demostraba lo absurdo de mi trabajo. El cochero paró a mi altura y pude ver que dentro de la cabina alguien viajaba tan cómodamente como se puede viajar en estos sitios. El cochero gritó por encima del gélido viento.

-A las buenas de Dios mozo. ¿Puede decirme si es aquí el lugar de repostaje de coches?

-Sí claro señor, pero…. -No me dejó terminar la frase que ya se había bajado para darme las riendas en mano.

-Perfecto, traiga entonces forraje y agua para mis caballos, aunque creo que todos agradeceríamos estar en un lugar mas refugiado.

No salía yo de mi asombro, y ese hombre debió notarlo. No sabía qué hacer. Me giré, miré a derecha e izquierda. No sabría decirte qué buscaba, supongo que la cámara de la productora que estuviera montando esta broma.

-¿Se puede saber a qué estás esperando? Necesito un cobertizo. Lord Conninton no tiene todo el día. Debemos llegar a Londres antes que caiga la noche.

-Perdone, pero aquí solo le podemos dar agua, y gasolina- le dije mientras le mostraba el surtidor de Diesel.

El extraño cochero, se acercó a mí y cogió el surtidor arrebatándomelo de las manos con fuerza. Ante mi sorpresa le acercó la manguera al primero de los caballos, y tras darle al gatillo, el corcel, mordiendo el surtidor, empezó a tragar el líquido ante mi sorpresa y la eterna paciencia del cochero. Al acabar con el primer caballo, sin decir nada pasó el surtidor al segundo animal. Así me permitió ver que el caballo que acababa de beber el gasoleo estaba fuerte, animoso y de pelaje brillante, mientras que el resto estaban escualidos, apagados y débiles. Si no había tenido sorpresas suficientes, observé como, a medida que el animal bebía gasolina engordaba y recuperaba el brío que un viaje largo por caminos nevados le hace perder. Así el cochero alimentó pacientemente los 4 caballos que volvieron al resplandor que tendrían horas antes.

El mozo se acercó a mi una vez finalizado el repostaje. Me tendió la manguera que me apresuré a colocarla en su lugar. Le comenté que debía 96.15€. Casi sin inmutarse sacó del cinto una bolsa vertiendo unas pocas monedas doradas que contó casi en silencio y me extendió.. Las monedas eran brillantes y por instinto acepté sin rechistar. No me dió tiempo de decirle que esas monedas no eran válidas. Parecían monedas inglesas antiguas, por lo que no son de curso legal. Sin que pudiera decirle nada, El cochero ya estaba en el palanquín, arreando a los caballos y poniendo en marcha el coche. Cuando quise darme cuenta el carro había salido de la gasolinera, levantando nieve, dejando como único rastro de su paso por allí el inconfundible rastro de las delgadas ruedas de madera que rápidamente serían borradas por la nieve que estaba cayendo>>

Ricardo mira a Fran con cara pensativa. Con voz acusadora y solemne le pregunta – ¿Alguien vio esto? …. el carruaje, el cochero…

-No, nadie, pero te juro que….

-Nada, calla. Siempre lo mismo. No diré que la excusa no sea realmente impresionante e imaginativa, pero yo soy el responsable de la gasolinera, y tienes dos opciones, o pagas 96,15€ o mañana no hace falta que vuelvas a trabajar.

Vergüenza

Joan Redón

¿Cuántas veces habrá sufrido ese chico de cara delgada y enfermiza? Ni tan siquiera soy capaz de decir su nombre. Me apenaba observarlo al otro lado del patio. En primavera se escondía detrás de unas frondosas hojas verdes de un pequeño arbusto.

Allí refugiaba su mirada triste, de ojos verdes. Un lugar donde ocultar la culpa de no entender qué espera nadie de él.

Me sentaba sólo, en la única esquina donde lo veía. Se pasaba la hora del recreo cavando, levantando una nube de tierra que acababa cubriendo toda su ropa. Sus manos arañadas y doloridas hacían un agujero donde enterraba las opiniones que no puede decir. Cada día era más profundo, pues siempre había algo nuevo que esconder. Sólo él era ciego a la terrible verdad. Él sólo escuchaba las risas y burlas que le obligaban a guardar sus ideas en un pañuelo lleno de mocos, ya fueran a favor o en contra.

La semana pasada dejó de venir a clase. Nadie se escondía en el arbusto para tender las toallas húmedas con las que aliviar el dolor de los moratones que adornaban su piel. Rojos, grandes y redondos que le recordaban agachar la cabeza y aceptarlos. Siempre era más fácil esconder un dolor en el brazo que en la cara.

Hoy soy yo un intruso en su santuario, rompiendo a trozos la circular con el número de habitación dónde está ingresado. Alguien le ayudó en ese tropezón por las escaleras mientras todos reían como hienas buscando alimentar su más que hambriento ego.

Ahora yo me aíslo en el mismo rincón, jugando con un mechero, quemando mi vergüenza por no haber dicho nada.